S. Barrio Healey
101 años de edad tiene la abuela. Su primera y única consulta voluntaria
con un médico fue a los 25 años de edad, cuando el médico le dijo; Ud. está muy enferma, y su situación es muy grave,
salió de la consulta diciendo, What
nonsense!, ¡Qué disparate! Desde
aquel día concluyó que los médicos
no tienen nada valioso que aportar a su vida, y efectivamente nunca más regresó
a una consulta médica, salvo cuando dio a luz a sus cuatro hijas. A los 96 años por segunda vez en su vida
fue al médico, y lo hizo obligada porque al sobrino, quien es anestesiólogo y estaba
de visita en su casa, no le gustó
el sonido de la tos. De niño siempre me repetía: “los que menos saben cómo
cuidarse son los médicos”.
Y auténticamente, ella se perpleja los
consejos, las dietas y los
fármacos, que recetan los doctores.
A su recorrida edad, no tiene idea de lo que es el
colesterol, el nivel de glucosa, la hemoglobina y cosas de esa naturaleza. Mas aun, nunca se ha hecho un análisis
de sangre ni se ha sometido a exámenes médicos de ningún tipo, jamás la he
visto medirse la presión. No lo digo como un ejemplo a seguir, tan sólo lo
relato tal como es. No aprovecha en su vida los grandes avances de la medicina moderna. Es lúcida,
alegre, de muchos amigos, vive sola en el campo, en Inglaterra, es pintora,
vegetariana, consume lo que ella misma cultiva en su huerto. Todos los días
almuerza sopas de sus propias verduras y pan que ella misma prepara. Cuando la
visito me pregunta: ¿qué quieres cenar?, corta las verduras del huerto y corre
a prepararlas porque dice que tienen que estar frescas. Debo agregar que es sumamente cuidadosa e intuitiva con lo que come, alerta y observadora del
efecto de ciertos alimentos en su digestión. Le pregunta al péndulo todo lo que
puede y no puede comer. Le envío harina de coca por correo todos los meses
porque dice que eso le da energía, y el péndulo se lo demanda. Por fortuna
tengo un lector de mis libros en el servicio postal, quien furtivamente permite
el tráfico de la coca para la abuela. Aprovecho para enviarle mi agradecimiento.
En el consultorio veo pacientes que
a la edad de 70, conviven con una larga lista de fármacos, un promedio de
fármacos para una persona de 70 podría incluir:
- Lipitor para el colesterol
- Amiodarona para el corazón
- Medformina para la diabetes
- Atenolol para la presión,
- Desloratadina para la alergia
- Finalmente un omeprazol para proteger el estómago del efecto de los otros medicamentos.
Los malestares de estas personas
son indescriptibles, dudo que un cuerpo pueda sostener salud y vitalidad teniendo
semejante cantidad de compuestos
puntiagudos rebotando por la sangre. En promedio estas personas padecen muchos desasosiegos
físicos y mentales, y con un cuerpo exangüe, expirando pronto el último suspiro
de vida. Hay otras personas que a los 60 están perfectamente sanas y felices,
pero practicando la medicina preventiva: van al médico, y salen de la consulta
con una prescripción vitalicia de 3 a 5 fármacos diferentes. Toda la pensión de
jubilación se traslada a la farmacia. Y no es que estos pacientes no necesiten
ayuda ni que no se justifique esta medicina, pero se busca compensar todo con
píldoras, como si no existiera la extensa naturaleza.
A contrapelo, mi abuela me dice que
los años más felices de su vida empezaron a los 70 años de edad, porque según
ella, “te tomas las cosas más livianamente, tienes más madurez, más tiempo para
hacer lo que realmente te gusta”. Los últimos treinta años de su vida han sido
los más creativos, los más productivos y felices. Vale mencionar que en los últimos cuatro años ha tenido tres
exposiciones individuales de sus pinturas.
Si hubiera ido al médico regularmente
como manda la ley, y hubiera tomado todos los fármacos que de seguro le habrían
recetado, no estaría con nosotros, ni hubiera beneficiado algo de sus secretos.
Su péndulo le decía que debía comer Linaza, y yo investigaba por qué será eso.
Su barriga le reveló que la leche le cae mal, y así sucesivamente. Una y otra
vez me doy cuenta, de que sus
andanzas intuitivas son en realidad muy coherentes y científicas. E incluso más
congruentes que las prescripciones de los que pasaron por la facultad de
medicina. Ella por otro lado, en toda su larga vida, nunca ha dado un examen
formal, salvo el de manejo que no aprobó, pero toda su vida condujo rezándoles
a los ángeles para que no la pare la policía. Hoy, felizmente, ya no maneja más.
Cuando tenía 12 años de edad falleció mi madre fue así que todas las
vacaciones iba a visitar a mi abuela. Cuando labraba la tierra de su jardín y
terminando le decía, “estoy cansado”, me decía: “tienes que aprender a dialogar
con tu cuerpo, no se dice ‘estoy cansado’, se dice el cuerpo está listo para
descansar. La negatividad es un cable al cual nunca hay que enchufarse. Según
su parecer, nunca debemos empujar el cuerpo a su límite. En el momento en que
el alma o el cuerpo se fatigan, hay que rendirse y descansar para no agotar la
batería de las glándulas, igualmente irse a dormir con algo de fuerza, mucho
antes del colapso de las reservas.
Cuando de niño viajábamos en tren a Londres, y se empezaban a ver
casas, edificios y tugurios ella me refería no entender por qué la gente se va a vivir a la
ciudad cuando podría estar en el campo, con los pájaros y las flores. Para vencer
la depresión, me decía, el mejor remedio es hundir las manos en la tierra, excavar
papas o zanahorias, deshierbar el huerto; en minutos todo se vierte y disuelve
en el gran basurero sagrado que es la madre tierra. Al terminar el colegio le
comento que una de mis opciones era estudiar agronomía, me dijo ¿para qué vas a
estudiar eso? A las plantas no les va a importar tus estudios (plants won’t mind).
Finalmente, al terminar mis estudios universitarios tenía varias
opciones donde ir a vivir y trabajar, entre ellas en países muy desarrollados.
Su consejo fue, es mejor que vayas a vivir en un país con historia y sangre
indígena, donde traigan la sabiduría ancestral de la tierra. No se equivocó.
Cuando la gente escucha su propia
intuición, y no necesariamente la de los “expertos”, la salud florece, además
de ahorrar tanto dinero y dolor. Es un hecho que las personas que llegan a unos
largos y felices 100 años de edad lo hacen en virtud de su intuición y sentido
común, de su sabiduría interna y no necesariamente por la “ayuda” de la
medicina moderna.
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