Los Lacandones,
la pantera negra y el violín del Quetzalcóatl.
S. BArrio Healey
Giles Healey fue el abuelo arqueólogo que vivió deslumbrado con la cultura Maya. Descubrió el templo de Bonampak en la selva virgen del Yucatán. Recorrió la
selva con los lacandones, navegó la selva contemplando las estrellas como los
nativos, a veces sólo avanzaba cuando la mula se lo permitía, aprendió que las
mulas huelen el peligro. En dos ocasiones tuvo que superar la malaria, la
fiebre, el delirio y la muerte.
Cuando
estaba en la escuela, se dio la tarea de hacer un proyecto de investigación. Opté
por el tema de los Mayas y le pedí información al abuelo. Me respondió con una extensa
carta, que aun guardo como tesoro, con las historias más interesantes de sus
años en el Yucatán.
Los
lacandones son los descendientes de los Mayas que habitan la selva, se les distingue como ascetas místicos de temperamento
hermético. Cierta noche oyeron que el bosque emitía una armonía de sonidos
mágicos y sublimes. Se acercaron
lentamente buscando el Quetzalcóatl que cantaba aquella melodía insólita. Para
su sorpresa vieron sentado a un hombre imbuido con el violín. Nunca había
pasado por sus orejas un sonido y armonía de esa naturaleza. Los lacandones de
aquel entonces no conocían la civilización ni el hombre blanco. Giles había sido primer violín de la orquesta
de Boston y su arte debió haber dejando una profunda impresión a los nativos.
Como escucharon algo que juzgaron como sagrado, decidieron transportarlo a
conocer el templo sagrado de los Mayas,
el templo de Bonampak. Fue así que el primer hombre blanco pudo admirar estos históricos
murales.
Empezó
así una larga amistad con los lacandones. Empezaron a comunicarse con el
lenguaje de la música, y luego con la palabra mientras Giles fue aprendiendo su
lengua. Varios fueron los años vividos,
en San Cristóbal de las Casas, Chiapas y Palenque. Mi madre paso sus primeros
años entre los nativos, quienes la bautizaron como Cici, una leyenda Maya sobre
una niña rubia. Quedo así con ese nombre para toda la vida. Años después mi madre
quedaría atraída por un similar género
de nativo, pero esta vez del Perú.
Mi
abuela vivía en la ciudad, cuidando a mi madre y pintando oleos de rostros
nativos, mientras su esposo exploraba la selva. Giles practicaba la
arqueología, y toda la bibliografía lo describe como arqueólogo, pero en
realidad se había graduado en Yale como Químico. Más exacto será decir que tuvo
varias profesiones, fue astrónomo, químico, arqueólogo, fotógrafo y músico.
Una
vez entró al templo de Bonampak y se encontró con un pantera negra cuidando sus
crías, la pantera le mostró sus colmillos aspirando. Inerme y asustado se quedo
quieto un largo tiempo, pantera e intruso mirándose a los ojos. Finalmente la
pantera lo dejó salir. Muchos años después se repitió la misma escena, pero
esta vez, Giles con rifle en mano. Asustado pero conmovido tuvo entonces la
misma compasión de salvarle la vida a la pantera.La
etnobotánica y las medicinas de los nativos fue otro de sus intereses.
Investigaciones sobre la química del Curare y el barbasco, lo llevó a hacer expediciones en el Orinoco de
Venezuela.
Tenía
la costumbre de cortar con tijera sus medias y ropa para que no le ajuste. En
su casa de Big Sur California, una vez le dije que la televisión alemana había
llegado a entrevistarlo, ya estaba en sus últimos años, salió harapiento y
sonriente, con su deshilachado abrigo de alpaca, sandalias y medias desmenuzadas, con
su pipa y rodeado de sus inseparables seis perros atendió la entrevista.
Giles
fue hijo de una enfermera francesa, casada con anticuario un Neoyorquino hijo de
emigrantes Irlandeses. Nació en Nueva York, y fue educado en colegio internado
en Suiza. Tuvo una infancia austera, bajo las duras exigencias de su padre. Se
dice nunca en su infancia, ni en navidad o cumpleaños, recibió regalo alguno.
Quizá por estas memorias fue excesivamente generoso con su nieto, en regalos, libros, música
clásica e historias arqueológicas. Falleció en Inglaterra, convaleciendo en la
casa de campo de Sussex.
Originalmente
fue a la selva para hacer un documental para National Geographic sobre el caucho y los chicleros. Pero su destino terminó desviándose para
siempre. Tuvo la audacia y la fortuna de dedicarse a su pasión, los Lacandones
y la arqueología Maya. Su último deseo fue escuchar el Adagio de Albinioni y que sus cenizas fueran llevadas a Bonampak.